“Estuvimos, estamos y estaremos”, dice una de las cinco mujeres de curas entrevistadas. Ellas dicen que son una mayoría no reconocida en la Iglesia Católica. Para algunas es un trauma, pero otras lo sobrellevan con valentía.
Culpa. Sufrimiento. Ocultamiento. Aceptación. Regocijo. El orden de las palabras bien podría corresponderse con los estados de ánimo que atravesaron algunas mujeres que hoy están en pareja con un sacerdote.
En cambio, leídas en orden inverso, podrían resumir las angustiosas experiencias de aquellas que aún mantienen en secreto ese “amor prohibido”.
Esta nota refleja las historias de cinco mujeres que se relacionaron con curas. Cuatro de ellas formaron familia y tuvieron hijos. Pero la quinta hace años que sufre por una relación oculta.
En ese sentido, hace poco un grupo de 26 amantes secretas de sacerdotes le enviaron una carta al papa Francisco para pedirle la revisión del celibato. Y la semana pasada, el Papa recordó que esta disciplina no era un dogma de fe para la Iglesia Católica y deslizó que “la puerta está siempre abierta” para tratar el tema.
Estas mujeres declararon vivir “sufrimientos devastadores” por culpa de sus relaciones secretas.
“Rezaba para que Dios me hiciera olvidar a Adrián.”
En todas las historias que aquí se cuentan, uno de los hilos conductores es que ninguna perdió su fe cristiana. Pero todas reconocen que están muy dolidas por el trato que les dispensó la Iglesia.
“Me enamoré del hombre, no del cura.”
Maricarmen (por pedido de ella, su identidad verdadera se mantiene en reserva) recibió de niña una educación católica en un colegio religioso. Hoy es licenciada en Trabajo Social y a sus 32 años es madre de dos hijos, fruto de su relación con un ex-sacerdote.
A quien luego sería el padre de sus niños lo conoció en una misión. “Al principio me caía pésimo”, contó. Pero todo cambió cuando tuvieron que ser parte de un mismo grupo de estudio.
“Cuando una compañera me dijo que venía él, protesté. Pero todo fue diferente; él llegó en moto, pelo largo, nada que ver con la imagen de un cura. Durante el trabajo nos invitó a su parroquia, a visitar la villa y los comedores. Esa experiencia me cambió completamente su imagen. Se rompió el estereotipo que yo tenía de los sacerdotes”, reconoció.
Por otro lado, la historia de Mariela fue diferente. Ella logró convencer a Mariano en 2011 que se apartara del sacerdocio para estar con ella. Ella dice que se “metió” con el hombre, no con el cura. Dice que su caso fue más fácil. “Lo que la Iglesia Católica no entiende es que los curas no pueden dejar de ser hombres por ser curas”.
Pero lo que más le preocupa a Maricarmen, y que es parte de una investigación para su tesis de maestría, es la “invisibilización” de las mujeres por parte de la Iglesia Católica. “El voto de castidad es una forma de violencia de género porque el objeto del pecado somos nosotras, las mujeres. Pero nosotras hemos existido, existimos y vamos a existir”, señaló.
Hasta que la historia familiar de Maricarmen y de Antonio se consolidó, se derramaron muchas lágrimas. La noticia no cayó nada bien en sus respectivas familias. “Cuando le conté a mi mamá, me dijo que era joven, que se me iba a pasar”, relató.
“Pero con mis padres casi no tuve problemas, con mi familia extensa fue más complicado. Tengo una tía que es monja y me dijo que lo que estaba haciendo era un pecado muy grave”, dijo.
“A mi marido, la Iglesia le ofreció irse del país cuando se enteraron de que yo estaba embarazada. Los curas que son echados de la Iglesia pierden su identidad y eso mi marido lo sufre, porque su vocación es ser cura. Lo mismo pasa con las mujeres: perdemos la dignidad, somos las culpables de la situación”, expresó.
Maricarmen explicó que tuvieron que crear un manto protector para sus hijos y dejar que el peso de la situación recayera sobre sus espaldas. “Los preparamos para todas las preguntas que pudieran hacerles y les mostramos todos los días el amor genuino que une a sus papás”.
“Algo gracioso nos pasó en una tienda de electrodomésticos. Fuimos a comprar un aparato y los empleados vieron a Antonio figurar como cura. Pero me veían a mí con un niño en brazos y le preguntaron: ‘¿Pero usted es cura?’. ‘Sí’, le dijo mi marido, ‘un cura casado’”.
Alicia tiene 55 años y es madre de tres hijas de un matrimonio que acabó en divorcio. Siempre estuvo ligada a la Iglesia Católica, enfocada en la opción por los más pobres.
“En el 2000 conocí a Antonio, religioso escolapio que dirigía un hogar de niños y la capellanía de la cárcel de mujeres (en esa época el “Buen Pastor”). Fui voluntaria en ambos lugares y trabajaba con toda el alma, alegría y compromiso. Al cabo de un año, Antonio me dijo que estaba enamorado de mí, pero que no iba a pasar nada porque debía ser fiel a la misión que Dios le había encomendado”, contó Alicia.
“Pasaron cinco años y el amor crecía a raudales. Nunca sentí culpa. Al contrario, sentía que, si Dios es amor, Él nos lo había regalado. Sin embargo, pasamos los años en un calvario inimaginable, cuando la gente que nos rodeaba iba dándose cuenta de que teníamos una conexión especial. El maltrato no fue para el sacerdote, sino para mí. Fui una paria entre mis compañeras de la Pastoral, a excepción de una. Me despreciaban y aislaban de todas las formas posibles”, relató la mujer.
En aquellos momentos, Antonio dudaba y Alicia sufría. “Antonio se acercaba, le daba culpa y me dejaba. Así durante años, años de callar, disimular, aguantar, llorar, rezar con el alma de rodillas. A los seis años tomó la decisión y nos casamos. Mis hijas me veían feliz y la bondad de Antonio facilitaba la convivencia. A la más chiquita le costó un poco más (‘era un cura’). Lo superó”, dijo.
Alicia admitió: “Dejamos la Iglesia; la ‘Madre Iglesia’ no nos daba más el Pan de la Eucaristía. Pasamos a ser nadie. Sin embargo, nuestra fe creció, se hizo más pura, más madura. Somos muy felices, disfrutamos el amor y cada momento de nuestra existencia juntos… y seguimos acompañando, ayudando y estando del lado de los más pobres y de los que necesitan una mano”.